
El 28 de noviembre del 2025, Jéssica reveló mediante su testimonio lo que ocurre cuando un Estado falla en su deber más básico: proteger la vida de quienes están bajo su custodia. No se trata solo de negligencia; se trata de un sistema que permitió golpes, abandono médico, extorsión, hambre y enfermedad sin respuesta. Eliú pidió ayuda muchas veces. Su madre también. Ninguna de las dos voces fue escuchada.
Siempre haciendo deporte
Mi nombre es Jessica, madre de tres hijos y criada en la fe cristiana evangélica. Aprendí de mi mamá a servir al que menos tiene: ella alimentaba a los niños de nuestro barrio, y cuando nos trasladaron del suburbio a Socio Vivienda 2 seguimos haciendo lo mismo.
Mis hijos crecieron entre la iglesia y la pelota; desde los cinco años los llevaba a entrenar. Eliú, el mayor, era arquero y viajaba a Quito, Ambato y Cuenca junto a su hermano, mientras yo siempre estaba pendiente de ellos, no por desconfianza, sino por cuidado. En campañas cristianas, dos pastores dijeron que Dios tenía un propósito con Eliú, y yo guardé esas palabras. Pero el barrio se volvió peligroso, con balaceras que nos obligaron a elegir entre los sueños y la vida. Así, sin darnos cuenta, pasamos de las canchas al miedo diario, hasta que, siendo aún un muchacho, mi hijo terminó bajo custodia del Estado.
He sido una madre cuidadosa
Mi casa siempre ha sido un espacio donde se respeta, donde se ayuda al que llega sin comer. Si un niño tocaba la puerta y decía “tengo hambre”, yo lo sentaba a la mesa. También aprendí a pedir perdón cuando hacía falta y a corregir cuando tocaba.
Por eso, hace dos años, en el 2023, cuando mi hijo ingresó a la Penitenciaría del Litoral con 18 años, mi preocupación no fue repetir por qué estaba ahí, sino cómo iba a estar ahí. Yo ya no podía cuidarlo como antes; quedaba en manos del Estado. Pero lo que encontré fue silencio, puertas cerradas y un gobierno que no trata a los reos como seres humanos.
Lo que le hicieron a mi hijo ahí adentro
Seis meses después de su ingreso en la penitenciaría, un trabajador del penal me envió una foto. Mi hijo aparecía tirado, amarrado, con la espalda lastimada. Más tarde él mismo me contó que militares lo sacaron del pabellón, lo colgaron de los brazos y lo golpearon con cables gruesos. Lo dejaban bajo el sol, sin agua, sin atención.
En el hospital Monte Sinaí pude verlo. Su espalda y sus piernas estaban llenas de marcas. Él me decía que sentía cómo la piel se le abría. Yo denuncié ante el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos y me quedé casi dos meses a su lado. Se intentó un hábeas corpus, pero lo negaron. Luego llegó la sentencia. Y cuando lo dieron de alta, se lo llevaron de inmediato de vuelta al penal. Ese día fue la última vez que vi su rostro de cerca.

Me dijo: estoy pudriéndome en vida
Con el tiempo, mi hijo empezó a enfermarse más. Me decía que tenía fiebre, escalofríos, mucho dolor en el cuerpo y la espalda torcida por los golpes. Yo entregaba escritos al Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y Adolescentes Infractores (SNAI) y al Hospital Universitario, pero las respuestas demoraban. En el policlínico le dijeron que tenía anemia, agua en los pulmones y la columna afectada.
Las condiciones sanitarias eran muy duras. A los enfermos los pasaron a un pabellón donde apenas sobrevivían. Mi esposo le enviaba dinero para que comiera un poco mejor, pero en cada foto se veía cómo iba bajando de peso. Y allá adentro todo era extorsión: para moverse, para comer, para no ser maltratado. Incluso enfermo, mi hijo tenía que entregar parte de lo poco que recibía para poder estar un poco más tranquilo.
Los mismos internos, al ver cómo estaba, trataron de ayudarlo. Uno de ellos, que era médico, intentó hacerle una curación porque se le formó una masa en el pecho. Sin más recursos, tuvo que abrirle un absceso para evitar que se complicara.
Desde el CDH
Eliú murió en la madrugada del día 2 de diciembre de 2025 en su celda en la Penitenciaría del Litoral. Murió joven, enfermo y sin atención adecuada, después de meses de advertencias ignoradas.
Su muerte no fue un accidente: fue la consecuencia de un sistema penitenciario que convierte la condena en una sentencia doble, silenciosa y mortal. Que un muchacho entre vivo a una cárcel y salga en un ataúd es una tragedia que el país no puede normalizar. Mientras estas muertes sigan ocurriendo sin respuestas ni reparación, la pregunta seguirá abierta:
¿Cuántos jóvenes más tienen que morir para que algo cambie?
Transcripción y edición: Samir Vargas Manrique
Más sobre la crisis en la Penitenciaría del Litoral : https://tinyurl.com/ycymy8st